El matrimonio debe ser de un solo hombre con una sola mujer, monógamo. La unidad es condición obvia para la realización del segundo fin del matrimonio, esto es, del mutuo auxilio. Es necesaria también para la buena educación de los hijos. Por el contrario, la poligamia  --simultanea o sucesiva-- va contra la mutua fidelidad y mutua ayuda. Es fuente de constantes litigios y discriminaciones. Ella desedifica y desmoraliza a los hijos.

El matrimonio debe cumplir la finalidad de procreación y educación de los hijos a tal punto que siempre se ha reconocido que no pueden contraer matrimonio los impotentes. Es necesario, en beneficio de la raza, la perpetuación de la especie. Y Dios dijo: "Creced y multiplicaos, y henchid la tierra". (Gen. 1, 28).

La heterosexualidad que se observa en todo el reino animal, se halla superiormente presente en la naturaleza humana en el hecho de la división de los sexos con aptitudes y cualidades diferentes que se completan y apoyan mutuamente (ver la sección Familia, que es la )[1].

No se trata de un contrato meramente civil, sino natural, establecido por Dios antes que existiesen la Iglesia y el Estado. Se trata de un contrato singular, distinto de los demás, instituido por Dios en el inicio del mundo, con condiciones, obligaciones y finalidades especiales (entre hombre y mujer, entre personas hábiles para la generación, irrevocable, etc.), que no se encuentra en los contratos consensuales. El contrato del matrimonio debe manifestarse y formalizarse.

"La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los esposos". Consentimiento que debe ser libre, "quiere decir: no obrar por coacción; no estar impedido por una ley natural o eclesiástica", enseña el Catecismo (núms. 2.001 y 1.625).