Democracia verdaderamente representativa

En los Estados contemporáneos, incluida España, el sistema democrático se ejerce de manera representativa. Es decir, los ciudadanos eligen representantes que votan las leyes y dirigen el Estado según las intenciones del electorado.

La democracia representativa llega a su más entera coherencia cuando trata de no constituir un mero dominio de la mayoría sobre la minoría, sino que atiende también, en la medida de lo posible, las aspiraciones de esta última. Así, las decisiones parlamentarias buscan reunir en torno de sí un consenso no sólo de las opiniones de la facción mayoritaria, sino, de alguna forma, de todos los ciudadanos: mayoría y minoría. Esto se obtiene en el respeto a los derechos de la minoría.

En virtud de lo expuesto arriba, la relación entre el elector y el candidato por él elegido es, en esencia, la de una delegación de poder. El elector confiere al candidato a senador o diputado un mandato para que ejerza el Poder Legislativo según el programa que éste debe exponer públicamente durante la campaña electoral. Programa que se supone el elector haya leído previamente y que ratifica al dar su voto al candidato en cuestión.

Una vez elegido, el diputado o senador pasa a ser un procurador fiel si actúa de acuerdo con el programa electoral con que se presentó a las urnas. Y será infiel, caso se desinterese de hacer prevalecer su programa en los debates parlamentarios. O, peor aún, caso manifieste o vote contra ese programa en relación al cual asumió un compromiso de fidelidad ante el cuerpo electoral.

Análogas afirmaciones caben en lo referente a las elecciones de cargos en el Poder Ejecutivo, es decir, de Presidente del Gobierno y de las Comunidades Autónomas, de Alcaldes, etc.

En consecuencia, la autenticidad del régimen democrático reposa por entero sobre el carácter genuino de la representación.

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