Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados.

Hay una mujer que siendo joven, tiene la reflexión de una anciana, y en la vejez trabaja con el vigor de la juventud.

Hay una mujer que  si es ignorante, descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio, y si es instruida, se acomoda a la simplicidad de los niños.

Hay una mujer que siendo pobre, se satisface con la felicidad de los que ama, y siendo rica daría con gusto su tesoro por no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud.

Hay una mujer que siendo vigorosa, se estremece con el vagido de un niño, y siendo débil se reviste a veces con la bravura de un león.

Hay una mujer que mientras vive, no la sabemos estimar, porque a su lado todos los dolores se olvidan, pero después de muerta, daríamos todo lo que somos y lo que tenemos por mirarla de nuevo un solo instante, por recibir de ella un solo abrazo, por escuchar un solo acento de sus labios. De esta mujer no me exijáis el nombre si no quieres que empape con lágrimas vuestro álbum, porque yo la vi pasar por mi camino.

Cuando crezcan vuestros hijos leedles estas páginas, y ellos cubriendo de besos vuestra frente, os dirán que un humilde viajero, en pago de suntuoso hospedaje recibido, ha dejado para vos y para ellos un boceto del retrato de su madre.

Fray Ramón Ángel Jara[1]

 

 

 

[1] 1852-1917. Obispo de Ancud. Canónigo Honorario del Pilar, Zaragoza. Escribió este boceto en el álbum de visita de una hostería en Lo Nieve, localidad cerca de Los Ángeles, Chile.