Es en la Ley Nueva donde se proclama solemnemente la santidad e importancia de la familia al ser elevado el contrato natural del matrimonio a la dignidad de sacramento, que confiere gracias especiales para el cumplimiento de los deberes de la procreación y recta educación de los hijos, así como para mantener vivo el amor, la fidelidad y la ayuda mutua entre los esposos[2].

No nos proponemos tratar en esta obra de los altos aspectos religiosos y teológicos del sacramento del matrimonio ni de la familia como "iglesia doméstica", que el lector podrá estudiar en el precioso Magisterio de la Iglesia, muy especialmente en los numerosos y luminosos documentos del Papa Juan Pablo II.

Recordemos apenas que el Salvador del Mundo enalteció la vida de familia, al permanecer en ella treinta de los treinta y tres años que vivió sobre la tierra y, como narra el Evangelista, a sus padres "les estaba sujeto". (Luc, 2, 51)

 

 

 

[1] Una excelente síntesis del bien que el Cristianismo trajo a la dignidad de la familia y del matrimonio se puede encontrar en la Encíclica Arcanum Divinae Sapientiae de 10-2-1880, núm. 9, de León XIII.

[2] Con el Sacramento del matrimonio, enseña Pío XI,  los cónyuges "abren para sí mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde han de sacar energías para cumplir sus oficios y obligaciones, fiel, santa y perseverantemente hasta la muerte". Encíclica Casti Connubii, 31-12-1930, núm. 14.

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