A partir de las aberraciones que implica la aceptación de la fecundación in vitro, una cascada de consecuencias terribles se perfilan en el horizonte de la humanidad.

La clonación es una de ellas. Se trata de técnicas que permiten "producir" un embrión humano, activando óvulos con núcleos de otras células.

Sus objetivos son reproducir otros seres humanos programados, con ciertas características que se desee ("bebés a la carta"); servir de "conejillos de Indias" para la investigación científica; y la producción de células y órganos con finalidad terapéutica para ciertas enfermedades incurables.

De ahí resultan  graves problemas éticos. Uno es el hecho inaceptable de querer reproducir el ser humano artificialmente, fuera del ámbito natural y lícito, que es el matrimonio. Otro es la manipulación indigna de la vida humana, que, como vimos, es sagrada.

Al experimentar, seleccionar, modificar o eliminar otros seres humanos, el hombre se autoerige en señor de la vida y de la muerte de sus semejantes indefensos e inocentes, y se revela contra Dios, queriendo programar a su gusto la raza humana. En otros términos, al final de este camino está la eugenesia más radical.           

Nos dice Juan Pablo II al respecto: "El hombre de hoy vive como si Dios no existiese y por ello se coloca a sí mismo en el puesto de Dios, se apodera del derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana y esto quiere decir que aspira a decidir mediante manipulación genética en la vida del hombre y a determinar los límites de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los principios morales atenta abiertamente contra la familia. Intenta de muchas maneras hacer callar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente de la cultura y de la conciencia de los pueblos. El misterio de la iniquidad continúa marcando la realidad del mundo"[1].

 

[1] Homilía en Cracovia, 18-8-2002.

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