A. La mayor objeción que se presenta para seguir la enseñanza de la Iglesia arriba expuesta no es que la misma sea falsa, sino que simplemente ella sería  impracticable en los días de hoy. Peor que impracticable, quien quiera defenderla, en la mayoría de los círculos sociales que frecuenta, aún católicos, caerá mal, será incomprendido y pésimamente visto, cuando no ridiculizado o "excomulgado". Tal es la presión del ambiente a favor de la contracepción.

¿Qué hacer entonces ante esa presión del ambiente?

El cristianismo no se hubiera difundido en el mundo pagano ni en prácticamente todas las naciones de la tierra, si no hubieran habido hombres que enfrentasen, en muchas ocasiones, los ambientes más hostiles.

Fueron raros los casos en que la verdadera moral fue aceptada con facilidad en los pueblos. Lo normal es tener que oponerse a la opinión dominante de los ambientes. Y el llamamiento de Nuestro Señor Jesucristo fue atendido donde hubo quienes siguieron el consejo de San Pablo: "Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhorta con toda longanimidad y doctrina [...] Sé circunspecto en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio"[1].

"Es una forma de caridad eminente hacia las almas", la de "no menoscabar la saludable doctrina de Cristo", afirma  Pablo VI en su famosa Encíclica Humanae Vitae sobre este tema[2].

Entretanto, como veremos en el apartado núm. 5, C, abajo, los propios ambientes sociales más avanzados, agredidos por la realidad, están cambiando de opinión a respecto del problema de la contracepción. Hoy en día, por ejemplo, los norte-americanos han levantado con mucho éxito la bandera de la abstinencia sexual fuera del matrimonio, y comienzan a abandonar el camino desviado de los preservativos y anticonceptivos en general. Es, por lo tanto, posible enfrentar el ambiente, "¡que no pasa nada!".

Por otro lado, ¿es verdaderamente impracticable evitar la contracepción? Dios no pide a nadie lo imposible ni lo impracticable. Reconocemos que es muy arduo, sobre todo entre quienes ya fue inculcada la mentalidad del gozo indisciplinado de la sexualidad. Más aún, es imposible si no se tiene la ayuda de la gracia divina. Pero la gracia nunca falta y debemos, además, pedirla de forma que venga en gran abundancia y que nunca cese. "Cada Mandamiento comporta también un don de gracia que ayuda a la libertad humana a cumplirlo. Pero son necesarios la oración constante, el frecuente recurso a los sacramentos y el ejercicio de la castidad conyugal", nos enseña Juan Pablo II al respecto[3].

Quien sólo procura el placer sexual inmediato a costa de romper los Mandamientos, olvida un principio fundamental: "el hombre no puede hallar la verdadera felicidad, a la que aspira con todo su ser, más que en el respeto de las leyes grababas por Dios en su naturaleza, y que debe observar con inteligencia y amor"[4].

 

B. Otra objeción grave y delicada como para ser respondida por laicos, como los que colaboramos en esta obra, es aquella de que se ha puesto en duda la verdad del Magisterio de los Papas, respecto de la contracepción. Se trataría de una materia aún en discusión entre los teólogos y, por lo tanto, el fiel podría actuar guiado apenas por su propia conciencia.

Respetuosos cuanto se pueda ser de la Jerarquía católica, nos limitamos a citar la respuesta que al problema da el Sumo Pontífice. Dice Juan Pablo II con plena autoridad:

"Esta enseñanza ha sido vigorosamente expresada por el Vaticano II, por la Encíclica Humanae vitae, por la Exhortación Apostólica Familiaris consortio y por la reciente Instrucción El don de la Vida. Se plantea a este respecto, una gran responsabilidad: quienes se sitúan en abierta contradicción con la ley de Dios, auténticamente enseñada por la Iglesia, llevan a los esposos por un camino equivocado. Y cuanto ha sido enseñado por la Iglesia sobre la contracepción no pertenece a la materia libremente disputable entre los teólogos. Enseñar lo contrario equivale a inducir a error a la conciencia moral de los esposos"[5].

 

C. Por último, se objeta: "No está claro por qué la Iglesia declara que los métodos naturales de regulación de la natalidad son aceptables y, en cambio, no se pueden controlar los nacimientos por medio de fármacos u otras maneras que la ciencia ha descubierto".

La respuesta es simple:

1.º Los actos conyugales dentro del matrimonio son "honestos y dignos"[6]. De otro lado, como es sabido, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos conyugales. Luego los actos que por causas independientes de la voluntad de los cónyuges son infecundos, son igualmente "honestos y dignos".

2.º El hecho de que hoy en día se pueda prever cuando naturalmente los actos serán infecundos, no altera el principio expuesto en el punto 1.º, de que no siendo infecundos por voluntad de los cónyuges, los actos son "honestos y dignos".

3.º Si esto es así, también es evidente que es lícito abstenerse del acto durante los periodos de fecundidad. Porque los esposos son libres de llevar a cabo o de abstenerse del acto cuando ambos lo estiman. Se trata pues, de una disciplina conyugal, de una abstención, que respeta el orden natural, la que permite regular los nacimientos[7].

4.º No así con la contracepción artificial. En ella se busca lo contrario, no abstenerse del acto y sí forzar la naturaleza para obtener la infecundidad, al humano antojo[8].

 

 

[1] II Tim. 4, 2-5.

[2] 25-7-1968, núm, 29.

[3] Discurso Vi saluto, 5-6-1987, núm. 2.

[4] Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, 25-7-1968. núm. 31.

[5] Discurso Vi saluto, 5-6-1987, núm. 2.

[6] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, núms. 50-51.

[7] Aún así, la Iglesia, por respeto al orden normal establecido por Dios, enseña que este modo de regular la natalidad sólo se debe poner en práctica por "graves motivos". O sea, que no habiendo razones de gran peso, esté enteramente en las manos de Dios el número de hijos que el matrimonio ha de tener. Cf. Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, 25-7-1968, núm. 10.

[8] Cf. Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, 25-7-1968, núm. 11.

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