Entretanto, para hacer perfecta tan espléndida y delicada misión, Dios estableció leyes sapientísimas que, sin contrariar la verdadera libertad humana, impidiesen que el hombre actuase arbitrariamente, contra la naturaleza, guiado por sus pasiones desarregladas.

Así, Dios dispuso para el matrimonio y, en concreto, para los  actos conyugales, sabias reglas con la finalidad de transmitir la vida y multiplicar el género humano generosa y abundantemente. Y hace parte de la ley moral y natural el hecho de que "cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida[1]".

En suma, el acto conyugal tiene dos sentidos inseparables: "el significado unitivo y el significado procreador"[2].

En otros términos, si el hombre preconcibe separar los dos elementos, e impide la posibilidad de transmitir la vida en el acto conyugal, está llevando a cabo una acción que es intrínsecamente contraria a la finalidad de la unión y, por lo tanto, contraria a la ley y al plan de Dios[3]. Como opuesto también a la ley y al plan de Dios es el hecho de querer realizar el sentido procreador, suprimiendo el significado unitivo, con métodos de reproducción artificial.

 

 

 

[1] Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, 25-7-1968. núm. 11.

[2] Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, 25-7-1968. núm. 12.

[3] Cf. Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, 25-7-1968, núm. 13.

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