En conformidad con los principios anteriores, el Magisterio de la Iglesia ha declarado de forma irrevocable, muchas veces, que absolutamente no es lícita:

  • "la interrupción directa del proceso generador ya iniciado";

  • "la esterilización, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer";

  • "toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación"[1].

 

Las mismas Sagradas Escrituras atestiguan cuanto Dios ha perseguido y aborrecido este delito. Nos enseña Pío XI, recordando a San Agustín: "Porque ilícita e impúdicamente yace, aún con su mujer legítima, el que evita la concepción de la prole. Qué es lo que hizo Onán, hijo de Judas, por lo cual Dios le quitó la vida"[2].

 

 

[1] Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, 25-7-1968. núm. 14. Ver también Catecismo núms. 2.366 a 2.372; Juan Pablo II, Discurso Vi saluto, 5-6-1987 y Discurso Con viva gioia, 14-3-1988.

[2] Encíclica Casti connubii, 31-12-1930, núm. 56.