Cuando la prole es numerosa, los hijos ven al padre y a la madre como dirigentes de una colectividad humana ponderable, tanto por el número de los que la componen como --normalmente-- por los apreciables valores religiosos, morales, culturales y materiales inherentes a la célula familiar. Lo que cerca a la autoridad paterna y materna con una aureola de prestigio.

Al ser los padres de algún modo un bien común de todos los hijos, es normal que ninguno de ellos pretenda absorber todas sus atenciones y afecto, instrumentalizándolos para su mero bien individual. En las familias numerosas, los celos entre hermanos encuentran un terreno poco propicio, mientras que, por el contrario, pueden nacer fácilmente en las familias de pocos hijos.

En estas últimas se establece también, en no raras ocasiones, una tensión padres-hijos a consecuencia de la cual uno de los lados tiende a vencer al otro y a tiranizarlo. Los psicólogos hablan hoy del "pequeño dictador", en que tantas veces se transforma el hijo único.

Los padres, por su parte, pueden abusar de su autoridad evitando la convivencia hogareña para emplear todo su tiempo disponible en las distracciones y gozo de la vida, dejando a sus hijos relegados a los cuidados de niñeras o guarderías que a veces están vacías de legítima sensibilidad afectiva. También pueden tiranizarlos --es imposible no hacer mención de ello-- mediante las diversas formas de violencia familiar, tan crueles y tan frecuentes en nuestra sociedad descristianizada.

A medida que la familia es más numerosa se va haciendo más difícil que cualquiera de esas tiranías domésticas se establezcan. Los hijos perciben mejor cuánto pesan a los padres, tienden a estarles agradecidos y a ayudarles con reverencia, en su momento, en el gobierno de los asuntos familiares.

A su vez, el considerable número de hijos aporta al ambiente doméstico una animación, una jovialidad efervescente, una originalidad incesantemente creativa en lo tocante a los modos de ser, de actuar, de sentir y de analizar la realidad cotidiana de dentro y de fuera de casa. Esto hace de la convivencia familiar una escuela de sabiduría y de experiencia formada toda ella, de un lado, de la tradición comunicada solícitamente por los padres, y de otro, de la prudente y gradual renovación añadida, respetuosa y cautamente, por los hijos.

La familia se constituye, así, en un pequeño universo, al mismo tiempo abierto y cerrado a la influencia del mundo exterior, cuya cohesión proviene de todos los factores arriba mencionados y reposa principalmente en la formación religiosa y moral dada por los padres en consonancia con el Párroco. Reposa también en la convergencia armónica entre las varias herencias físicas y morales que han contribuido a modelar las personalidades de los hijos a través de sus progenitores.

Las familias numerosas, enseña el Papa Pío XII, son "las más bendecidas por Dios, predilectas y estimadas por la Iglesia como preciosos tesoros"[1].

 

 

 

[1] Alocución a la Federación Nacional Italiana de Asociaciones de Familias numerosas. 20-1-1958.