Hay una Ley que nos manda "hacer el bien y evitar el mal", que nos da a los  hombres el derecho a nuestra vida, a nuestra integridad física, a la libertad de hacer lo que es lícito, a nuestra honra, a nuestra reputación, a la estabilidad de nuestra familia.

Pero esta Ley no viene del Estado. Yo no tengo derecho a vivir sólo porque la ley del Estado me asegura tal derecho. Y esto es tan verdad que si mañana una ley me condenase a muerte injustamente, yo me defendería contra ella de todos los modos. Lo mismo se puede decir de los otros derechos humanos.

Tales derechos le vienen al hombre por el hecho de ser hombre. El simple raciocinio natural  deduce con facilidad  y demuestra la existencia de estos derechos. La ley hecha por el Estado simplemente se limita a proclamar este derecho, no lo crea ni lo instituye.

A este conjunto de derechos que cada criatura humana tiene por el propio hecho de ser humana se llama Derecho Natural. Es una noción, por cierto, muy simplificada, pero que nos sirve de punto inicial para entender las reflexiones que haremos sobre la familia.

¿Por qué se llama Derecho Natural?  Porque se deduce de la propia naturaleza del hombre. Y por eso obliga a todos los hombres[1].

¿Pero quién es el autor de la naturaleza? Dios. Luego, estos derechos vienen de Dios[2], están impresos en  la propia naturaleza y constituyen el orden fundamental por el cual Dios quiere regir el mundo. Nadie, ni siquiera el mismo Dios, puede dispensar de la Ley Natural, a no ser que Él cambiase la propia materia y naturaleza de la creación. Son pues derechos indispensables, inmutables y universales.

 

 

[1] "La ley natural, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón, es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Expresa la dignidad de la persona humana y determina la base de sus derechos y sus deberes fundamentales". Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1956.

[2] "La ley natural es la participación de la criatura racional en la ley eterna de Dios". Juan Pablo II. Discurso a la plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 18 de enero de 2002. L'Osservatore Romano, 25-1-2002.

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