La acogida y la adopción de menores es una costumbre antiquísima, fruto de la caridad cristiana. La adopción, bien conducida, no entraña objeción moral y religiosa alguna. Por el contrario, puede conseguir resultados muy positivos, especialmente, para matrimonios estériles que querrían al menos tener un hijo y para los niños huérfanos o abandonados.                                                       

Mucho mejor que instituciones públicas o incluso de caridad, la acogida o adopción de un menor la hará un hogar idóneo y cristiano, que lo sostenga y ame generosamente, como un miembro de la familia y como un hijo de Dios.

En un documento preparatorio del III Encuentro Mundial del Santo Padre con las Familias (14/15-10-2000), el Pontificio Consejo para la Familia exhorta: "Las familias cristianas se abran con disponibilidad a la adopción y acogida de aquellos hijos que están privados de sus padres o han sido abandonados. Esos niños, encontrando el calor afectivo de una familia, podrán experimentar la cariñosa y solícita paternidad de Dios y será el mejor medio de llevar a ese niño a crecer con serenidad y confianza en la vida"[2].

"Jesús... tomó a un niño, le puso junto a sí y les dijo: El que recibe a este niño en mi nombre, a mí me recibe". Evocando este conmovedor pasaje evangélico, Juan Pablo II felicitó a las familias adoptantes por su acto de generosidad, al mismo tiempo que les recordaba sus obligaciones: "Vosotros debéis garantizar el proceso gradual y armónico del crecimiento de estos niños, debéis proveer a su educación, al desarrollo de las actitudes morales y espirituales de su propia personalidad"[3].

 

[1] Cf. ABC, 23-5-2002 y El Mundo, 23-5-2002.

[2] Editorial Edice, Conferencia Episcopal Española, pp. 44-45.

[3] Discurso al I Congreso Nacional de Familias adoptantes de niños de la India. 24-5-1986.