El tema que nos preocupa es demasiado grave como para que en España nos demos fácilmente por vencidos. Ya el Papa Pío XI nos mostraba que Dios no permitirá impunemente el aborto:

"No es lícito que los que gobiernan los pueblos y promulgan las leyes echen en olvido que es obligación de la autoridad pública defender la vida de los inocentes con leyes y penas adecuadas; y esto, tanto más cuanto menos pueden defenderse aquellos cuya vida se ve atacada y está en peligro, entre los cuales, sin duda alguna tienen el primer lugar los niños todavía encerrados en el seno materno. Y si los gobernantes no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenanzas les abandonan, o prefieren entregarlos en manos de médicos o de otras personas para que los maten, recuerden que Dios es juez y vengador de la sangre inocente que desde la tierra clama al cielo (Cf. Gen. IV, 10)"[1].

Juan Pablo II, casi 70 años después, en que el problema no hizo otra cosa sino agravarse, no desiste de luchar, diciéndonos:

"La Iglesia no se ha dado nunca por vencida frente a todas las violaciones que el derecho a la vida, propio de todo ser humano, ha recibido y continúa recibiendo por parte tanto de individuos como de las mismas autoridades. El titular de tal derecho es el ser humano, en cada fase de su desarrollo, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; y cualquiera que sea su condición, ya sea de salud o de enfermedad, de integridad física o de minusvalidez, de riqueza o de miseria"[2].

Y en el vigésimo aniversario de la Encíclica Humanae Vitae, el mismo Pontífice nos señalaba la raíz del mal:

"En estos 20 años, numerosos Estados han renunciado a su dignidad de ser los defensores de la vida humana inocente, con legislaciones abortistas. Cada día se lleva a cabo en el mundo una verdadera matanza de inocentes.

¿Qué raíz? Es la rebelión contra Dios Creador, único Señor de la vida y de la muerte de las personas humanas"[3].

 

 

 

[1] Encíclica Casti connubii, 31-12-1930, núm. 67.