"Podría parecer que el divorcio está tan arraigado en ciertos ambientes sociales, que casi no vale la pena seguir combatiéndolo, difundiendo una mentalidad, una costumbre social y una legislación civil a favor de la indisolubilidad. Y sin embargo, ¡vale la pena!  En realidad, este bien forma parte de la base de toda la sociedad, como condición necesaria para la existencia de la familia.

Por tanto --continua Juan Pablo II-- su ausencia tiene consecuencias devastadoras, que se propagan en el cuerpo social como una plaga --según el término utilizado por el Concilio Vaticano II para describir el divorcio (cf. Gaudium et spes, n. 47)-- e influyen negativamente sobre las nuevas generaciones a las que se ofusca la belleza del auténtico matrimonio"[1].

 

 

[1] Discurso a los jueces y abogados del Tribunal de la Rota Romana, núm. 8, 28-1-2002.