Cuando la familia falta, es necesario multiplicar las alternativas: residencias, centros de día para mayores, subvenciones a personas del vecindario que dediquen cierta atención a los que viven solos, sueldo para amas de casa con ancianos a su cargo (solución más económica y humana que las residencias), instituciones de acogida, "teleasistencia", etc. En el mundo rural el problema se reduce gracias a las relaciones de vecindad que existen en las pequeñas localidades. En los grandes centros existe la llamada "soledad poblada"...

Sobre todo, "los ancianos merecen el reconocimiento y valoración por parte de toda la sociedad", nos recuerda Monseñor Juan Antonio Reig, presidente de la Subcomisión Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española[1].

Juan Pablo II nos hace sabias consideraciones al respecto:

"También la vejez tiene sus ventajas porque --como dice San Jerónimo-- atenuando el ímpetu de las pasiones, ´acrecienta la sabiduría, da consejos más maduros´. (Commentaria in Amos, II, prol.). En cierto sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la experiencia, porque ´el tiempo es un gran maestro´ (CORNEILLE, Sertorius, a. II, sc. 4, b. 717). Es bien conocida la oración del Salmista: ´Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato´(Sal. 90 [89], 12).

Los ancianos --continúa el Papa más adelante-- ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria"[2].

 

 


[1] Entrevista a ABC, 6-4-2002

[2] Carta a los ancianos, núms. 5 y 10, 1-10-1999.