A todo el espléndido trabajo que las entidades seculares llevan a cabo en el combate a los problemas de la droga, es indispensable, sin embargo, un complemento moral y religioso.

En último análisis, o se tiene una visión transcendente de la vida, una búsqueda del fin para el que se fue creado, que no es otro que amar, servir, y honrar a Dios y obtener así la propia salvación eterna y el premio del Cielo, o será muy limitada la capacidad de contener la avalancha invasora del vicio de la droga.

Si el hombre no tiene esa visión de la finalidad trascendente, su quehacer "en este valle de lágrimas" no puede dejar de ser la búsqueda egoísta de la felicidad ahora, aquí y total. Utopía para la cual la droga parece ser la panacea más adecuada que el hombre haya podido imaginar.

Para tener una visión explícitamente cristiana del problema y sus soluciones, remitimos al lector, entre otros, al documento elaborado por el Pontificio Consejo para los Agentes de la Salud, en diciembre de 2001, llamado Iglesia, Drogas y Adicción.

Allí se encontrará el juicio moral que la Iglesia hace a respecto del consumo de drogas y de los traficantes, que Juan Pablo II llamó de "mercaderes de muerte". Se muestra que todos, especialmente las autoridades públicas y las leyes, tienen el deber de combatir esta verdadera lacra destructora de la sociedad. El manual aún sugiere tres cauces de acción: la prevención, la supresión del tráfico (tanto a nivel local como nacional e internacional), y la rehabilitación. Indica también la labor fundamental de la familia en dar sólida formación moral a sus miembros[1].

 

 

[1] Cf. Zenit, 12-1-2002.